Díptico de la Muerte Primera

CAÍN

Él no sabía nada. Era macizo, adusto.
Vivía en una ausencia de dulzuras y cantos.

Inclinado sobre la tierra, un ave negra, hirsuta,
le rondaba la frente anegando sus ojos,
mientras iban sus dedos por el suelo enemigo
desbravando terrones y raíces rebeldes.

Desterrado del gozo, oraba a un Dios terrible
y al dejar en el ara la mezquina cosecha
un rencor urticante le quemaba las palmas.

Él no sabía nada. un día -rama virgen,
volumen fresco, garza de intocable belleza-
el hermano reía junto al blando balido
del rebaño inocente.

¿Por qué de pronto, rayo, piedra lanzada, vértigo,
rabioso lobo, toro de ciega acometida?

Hubo un silencio súbito de fuentes y de pájaros
y los cielos supieron el color de la sangre.

Él nada comprendía. Contemplaba sus manos.

Caín matando a Abel-Tintoretto

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

ABEL

Él no sabía nada. Era sencillo, dulce.
Vivía simplemente como se vive la carne.

Viril de savia nueva, erguía bajo el cielo
su vertical gozosa de rubio adolescente.

Oraba a un Dios terrible y aplacaba su cólera
con tiernos recentales y rizadas ovejas.

Alegre y puro. Un día, en brusca llamarada,
ardió pálida envidia frente a sus ojos mansos
y se abatió iracunda sobre su pecho núbil
y él se encontró, sin saber cómo, solo.
Con un áspero gusto de limo en los labios
y un frío desamparo por los huesos y venas.

Porque nadie le dijo que estrenaba la muerte.
Que en la tierra profunda no encontraría al hombre.
Que habría de quedarse dócilmente en su sitio.
Entregarse sin límites al oscuro silencio.

Porque nadie le dijo que las pardas raíces
se trenzarían ávidas a sus miembros helados
sorbiendo de él sin prisa, agotándole el zumo.
Porque nadie le dijo que el romero crecía
agarrado a la piedra que pesaba en su vientre
y que el vivo carmín que adornaba la rosa
era más encendido a través de su sangre.

Él nada comprendía. Tan sólo estaba muerto.

Ángela Figuera Aymerich (1902-1984)

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